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jueves, 25 de febrero de 2010

El inevitable destino

La huida no ha llevado a nadie a ningún sitio” (Antoine de Saint-Exupery)

Una de las cosas que más llama la atención de Antes que el diablo sepa que has muerto (Before the devil knows you’re dead, Sidney Lumet, 2007) es su asimétrica estructura temporal y la interesante visualización de una misma historia a través de los ojos de quienes participan en ella. Si bien esto no resulta una absoluta novedad, porque el quiebre narrativo cronológico ha sido sobrepasado o ignorado en muchas ocasiones –Memento (Memento, 2000) o Irreversible (Irrèversible, 2002) por mencionar algunas de las más recientes-, sí da un paso hacia adelante: no utiliza el recurso innecesariamente, sino que lo convierte en parte absoluta e inseparable del desarrollo, en un elemento más de la trama.

Sin ánimo de desgranar una historia que nada tiene que envidiarle a otras grandes tragedias, la cinta de Lumet coge evidentes elementos de “El Rey Lear”, de William Shakespeare, y de otras películas del género, para sumergirnos en una masculinizada y moderna versión de las hijas que conspiran contra su padre, estructurando una historia tan gris como la Nueva York en la que se desarrolla, alejada completamente del cliché turístico y de las grandes atracciones metropolitanas que posee.

No obstante, el escenario no es relevante, como tampoco lo son las motivaciones de los personajes. Sabemos que han llegado al lugar que ocupan en la historia por alguna desconocida razón –quizás el lugar de donde más cojea la propuesta del director-, pero ninguna de ellas justifica o explica su comportamiento: mentiras, adulterio, fraudes, asesinatos. Su familia no es perfecta y tampoco disfuncional. Sus trabajos son normales y también lo son sus vidas cotidianas. Sin embargo, todos ellos tienen el continuo deseo de huir de la realidad en la que les ha tocado vivir o a la que han llegado por un cúmulo de malas decisiones o la incapacidad particular de procurarse una situación mejor.

La planificada y perfecta traición de los hijos hacia sus padres, alcanza magníficas proporciones, se convierte en un profundo infierno y cruza la realidad con las peores pesadillas. Es el pilar fundamental de la propuesta de Lumet: no es una película de policías y ladrones, como tampoco es un film intimista sobre la familia. No, el director es capaz de construir una permanente tensión entre un thriller y un drama, oscuro y complejo a la vez, lleno de aristas tan esperables como sorprendentes, donde muchas cosas no son lo que parecen. Todo ello desgranado a través de un guión calculado como un reloj para que las revelaciones aparezcan en el lugar preciso que nos permita comprender las razones por las que estamos siendo testigos de esa parte de la historia.

Ya en la primera secuencia de la película se propone la idea de escapar, de cambiar de país, como una forma de sobrevivir al pasado y a un angustioso presente. A partir de ese instante, las huidas serán una continua necesidad. El problema principal, como siempre, radica en que los personajes no son capaces de darse cuenta de que para liberarse no basta sólo la movilidad geográfica; los fantasmas viajan con nosotros allí donde vayamos.

La infelicidad permanente de Gina Hanson (Marisa Tomei), la obsesiva insatisfacción de Andy (Philip Seymour Hoffman), la inestabilidad de Hank (Ethan Hawke) y la distancia impuesta hacia su familia por un padre incapaz (Albert Finney), se convierten así en los ingredientes perfectos para que estalle un drama pleno de intensidad. Y da igual el número de intentos que hagan por cambiar de vida, porque sus actos los han atado en una madeja imposible de desatar sin nefastas consecuencias.

Si bien Saint-Exupery dice que las huidas no llevan a ningún sitio, en el caso de estos personajes la realidad es otra: sus intentos de escapar los transportarán a un infierno cada vez peor, incluso más desolador que aquel del cual han intentado salir, hundiéndolos en la mayor de las miserias y otorgando un final tan arrollador como difícil de digerir.

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