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lunes, 23 de noviembre de 2009

Wall.E: La condición humana y la ecuación del romance


Ciertamente se ha dicho todo, o casi, sobre Wall.E (2008) desde su estreno el verano pasado. Sin embargo, no hay mejor ejercicio crítico que detenerse en las obras de arte, para ser capaces de observarlas hasta haber conseguido, al menos, vislumbrar parte de su grandeza.

La cinta animada de Pixar, quizás una de las más llamativas en cuanto a la calidad y tratamiento de las imágenes, será recordada por muchas cosas, como pueden ser los primeros 30 minutos de metraje, producidos con un nivel de maestría tal, que más de uno dudamos de si no nos habíamos equivocado de sala y estábamos viendo escenas reales de un planeta Tierra, desolado y descolorido. Además, prácticamente sin diálogos, algo impensable en una industria que se caracteriza por cuidar hasta el detalle más ínfimo para que todo sea un potencial producto. Y qué decir, que no sepamos ya, del sonido, de la cuidada producción o de sus muchas posibles lecturas –pese a que su director afirma fehacientemente que nunca pensó en los subtextos del guión-.

No obstante, el mayor logro de Wall.E radica en que, en cuanto a la imaginería robótica a la que estábamos acostumbrados, marca un antes y un después en la creación, en la emotividad, en la humanidad y en la simpleza, extensible a todo el proceso productivo.

Claro heredero de su símil en Cortocircuito (Short Circuit, 1986) y con cierto aroma a los “monstruos” o seres no humanos que ya hemos visto en otras producciones infantiles, nuestro robot no es más que una pequeña caja con unos prismáticos por ojos. No requiere de alta tecnología ni de mecánicas extensiones para convertirse en protagonista. Incluso su pareja en la ficción, Eva –quintaesencia de la técnica avanzada-, tiene unas líneas tan simples, que la llegamos a considerar una más de los no evolucionados, otra entre los “defectuosos” que ponen en peligro la apatía y la ignorancia humana, logrando su cometido sin efectismos ni artificios.

Me aventuro a creer que en la génesis de esta cinta se pensó en estructurar la producción global alrededor de la máxima consigna de la elegancia: “menos es más”. No hay sobrecarga de personajes (prácticamente conocemos los nombres de los protagonistas y alguno más), los logrados escenarios son tan reales como escasos (la tierra polvorienta, el infinito espacio y el crucero espacial), y no nos incitan al hastío con demenciales canciones, imposibles coreografías o inútiles minutos de acción pixelada.

Pero lo que más agradecemos es que no nos agotan con las profundas teorías revisionistas de la relación entre el hombre y la máquina, o las ideas conspiracionistas sobre quién controlaría el mundo en los próximos siglos; o, simplemente, con las traumáticas experiencias de robots demasiado humanos (y viceversa).

No puedo dejar de pensar, automáticamente, en otros famosos androides o robots de la historia del Séptimo Arte: C3PO, los mismos protagonistas de la película Robots (2005), incluso el personaje de Robocop. Todos ellos, pese a sus profundas diferencias, tenían mucho de humanos en la forma, en la comunicación a través de un lenguaje definido, en ciertas muestras de emotividad o reacciones ante determinados estímulos. Incluso los ordenadores cobraban vida propia, se les humanizaba en lo bueno o en lo malo.

Sin embargo, Wall.E es diferente. Y no lo digo con la intención de deshumanizarlo, que creo que sería un crimen; sino porque, desde su propia esencia robótica, se le ha dado un toque de condición humana que va mucho más allá de algo estético. En lo físico, es tan simple y básico, que es imposible asociarlo a un individuo de carne y hueso. Pero en lo emocional es casi tanto o más complejo que cualquiera de nosotros.

Ya no es una mera caricatura de un hombre y su mundo interior, si no que es todo un entramado de sensibilidad, de fragilidad, de fortaleza, de amor y de valentía como el cine jamás había visto. Tanto es así, que la historia de amor entre Wall.E y Eva es tan creíble como necesaria. Es amor puro, concreto, casi como el de cualquier comedia romántica de final feliz. Aventurándome un poco más, quizás hasta todo el resto de la trama pasa a un total segundo o tercer plano, fulminado por la carga emocional.

Cada vez que ellos se cogen de la mano o se miran con esos ojos aparentemente inexpresivos, el corazón del público se reconforta, se sobrecoge. ¿Por qué nos emocionamos ante dos máquinas nacidas de un mísero píxel? Pues porque no lo son. Han dejado de ser artilugios de la técnica para convertirse en parte de una realidad cinematográfica, más allá de un microchip.

La pareja repite unos arquetipos que ya hemos visto demasiadas veces, pero que hasta hoy, nos siguen conmoviendo: la guapa sofisticada y el bruto algo más simple. En Disney, sin ir más lejos, hay dos muestras emblemáticas: La bella y la bestia (Beauty and the beast, 1993), y La dama y el vagabundo (Lady and the tramp, 1955). Pero la historia del cine está llena de ejemplos similares. Y la fórmula sigue funcionando porque es como la vida misma. Más allá de tendencias de moda y de cuidados corporales, la ecuación en el amor sigue inalterable y el resultado siempre será positivo si, pese a los factores que atentan contra el romance, el final es feliz. Y Wall.E nos regala uno de antología.

Amores aparte, lo que no es discutible es que la película de la factoría Disney-Pixar –sin olvidar que nos recuerda más a esta última que a la compañía del tío Walt-, se ha convertido en un punto de inflexión para todo lo que vendrá en el futuro. Nunca el cine de animación había sido más adulto –pese a una simpleza e inocencia tan infantil- y nunca será el mismo después de esta ¿inhumana? historia de amor.


(Artículo publicado en la revista "Versión Original" - Septiembre 2009)
domingo, 22 de noviembre de 2009

"La clase" (2008)

No se me ocurre otro apelativo para comenzar a comentar esta película: honesta. Me parece que derrocha honestidad en la realidad, en la puesta en escena, en los personajes -tan reconocibles y arquetípicos-; en los diálogos y en la tensión alumno-profesor, profesor-profesor, profesor-director, padres-alumnos, etc.

"Entre les murs", título original del libro escrito por François Bégaudeau, quien también participaría como coautor del guión cinematográfico y protagonista de su propia novela, nos lleva a una escuela francesa -que prácticamente se convierte en escenario único- donde las cosas no son fáciles: hay mucha inmigración, pocos recursos y demasiadas hormonas en juego para que no surjan los problemas en todos los niveles. Se centra en la clase de lengua del profesor Marin, donde seremos testigos de las pulsiones más naturales del ser humano: la defensa propia y la de las causas perdidas; la vergüenza, la incomprensión, el desafío, la rebeldía, la envidia, la ira y el perdón.

La película no pretende justificar ni a las "víctimas" ni a los "victimarios" (dependiendo de quién lo vea, podrán ser los alumnos o los profesores, o ambos como víctimas de un sistema desigual), sino que relatar la vida "entre los muros" de una escuela con una sencillez y una honestidad como sólo Cantet podría hacerlo, tal como nos mostró en "Recursos humanos" hace ya una década. Ninguno de los personajes es del todo bueno o definitavemente perverso, sino que cada uno de ellos es un abanico de matices tan natural como la vida cotidiana.

Filmada con delicadeza, pero inevitablemente cruda e intensa, "La clase" estuvo nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera, se llevó la Palma de Oro en Cannes y recogió varios premios internacionales. Méritos tiene de sobra, ya que deja de lado la imagen del perfecto maestro y nos muestra las imperfecciones de un sistema educativo en todos los niveles, donde docentes y estudiantes se sienten, muchas veces, desvalidos e incomprendidos. Un film que hace falta ver para comprenderlo desde dentro.